Hoy me importa más que nunca...

...este mundo. Me importa, me duele y me ilusiona. Me hunde y me desespera. Pero a la vez me llena de energía para seguir luchando.

Cada mañana me asomo a ese mundo a través de la ventana de las redes sociales. Me levanto pensando:


Porque cada mañana, el panorama que me muestra esa ventana es desolador. Pasos de gigante hacia el pasado, señores de la guerra con el símbolo del dólar (o del euro) en la solapa, que imponen sus leyes sin que nadie les haya votado. Inversiones en armas y desinversiones en libros. Gobernantes oscurantistas (es decir, sin muchas luces), que aplican sus medidas antipersona queriéndonos convencer de que son la única alternativa posible, aunque sabemos que no es cierto.

Esa ventana me muestra miles de seres humanos que son lanzados a la pobreza cada día, con una patada en el culo. Es un hecho que se viene repitiendo desde hace décadas, pero ahora no hay que cruzar océanos para verlo. Están aquí, en nuestro continente, en nuestro vecindario. Son muchas de las 4.750.000 personas que han agotado el paro, que ya no pueden pagar una vivienda con la que el banco les prometió que “nunca perderían”, y que sobreviven gracias a la fortaleza de la red social: la pensión del abuelo, la comida  aportada por la madre viuda, la ayuda de un amigo en mejor situación... Como en África o Latinoamérica se ha hecho toda la vida.

Creo firmemente que la solidaridad es un valor de la izquierda. Frente al individualismo y la competencia del “sálvese quien pueda”, motores del mundo para la derecha y el neoliberalismo, miro a mi alrededor y encuentro que lo que lo hace avanzar de verdad es todo lo contrario: ese obrero, esa reponedora, ese oficinista que, afortunados ellos, conservan todavía su trabajo, y a pesar de las presiones de sus patrones hacen huelga por los derechos sociales víctimas de las tijeras. Esa estudiante que sale a la calle al lado del jubilado y gritan al unísono que ésta no es la democracia que queremos. Esa socióloga que reparte pizzas y en sus horas libres difunde y comparte información y propuestas para cambiar las cosas. Ese político con los pies en el suelo y el corazón en lo alto (que alguno queda), que sigue creyendo que un mundo mejor es posible. Esa madre de familia que toma la plaza y se sienta a debatir las mejores propuestas en la asamblea de su barrio. Ese parado que lleva haciendo voluntariado muchos años en una organización, y no porque Ana Botella diga que es necesario para salvar España. Esos miles de activistas que se mueven, linkan, escriben, protestan y contestan.

Esa es la gente que veo a través de mi ventana cada mañana, y que ilumina un paisaje que unos pocos se empeñan en cubrir de penumbra. La gente que sale a la calle cada vez más a menudo a repetir, gritar y corear lo que dicen desde sus IPs. La que me empuja a seguir luchando, con rabia, sí, pero también con fuerza, con optimismo, con ironía, con ingenio y con sentido del humor. Porque si la sonrisa es el arma más potente, nosotros nos carcajeamos, nos cagamos en todo, y acabaremos por cargamos el sistema! (Inciso: reivindiquemos el concepto “antisistema”, coño! si este sistema es injusto, es un orgullo querer cambiarlo...)

En fin, hoy tengo una hija, y eso no cambia nada y lo cambia todo. Viendo ese bultito productor de gorjeos y de sonrisas desdentadas, me digo que hoy me importa todo más que nunca. Porque hoy soy solidaria también con ella, con su futuro, igual que durante años lo he querido ser con otros miembros de mi gran familia (de apellido Humanidad) que lo necesitaban.

Porque, como he leído por ahí, cuando el día de mañana me mire y me diga: “pero.. ¿qué mierda de mundo es éste?”, quiero poder decirle que quizás hayamos perdido la batalla, pero por lo menos su madre luchó, y lo hizo en el bando correcto, y con las armas a su alcance. Ea.

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